En las noches sin luna, nuestras calles eran habitadas por espantos. Estos «aparatos» (así los llamaban los abuelos) no le hacían daño a nadie, su misión era solamente asustar a los parroquianos que osaban salir en deshoras de la noche. Los síntomas que demostraban que, en verdad, la persona había sido víctima de un espanto eran presentar episodios de escalofríos y temores por varios días. Cada pueblo tiene su propio inventario de espantos.
Nuestros abuelos iban al almacén existente a comprar yardas de opal o de popelina. Sus potreros o cultivos tenían extensiones medidas en varas y cabuyas. La leche y el suero se compraban por cucharones, temiendo que el vendedor le temblara el pulso al despacharlo, derramando parte del contenido antes de envasarlo en el recipiente del comprador. Era común comprar una mano de plátano o guineo y recibir cinco elementos de éstos. El pescado cuando era en grandes cantidades se comerciaba por arrobas, pero con los compradores locales se hacía por lazos (equivalente a dos pescados). Nuestros campesinos vendían la yuca y el maíz a los acaparadores por cargas.
El agua se extraía de los aljibes públicos, siendo transportada en múcuras que cargaban con elegancia y equilibrio las mujeres en la cabeza. Cuando el pueblo se hizo un poco más grande nació el oficio de aguatero que era ejecutado por personas que cargaban el agua en burros y la vendían a los pobladores. El agua de beber se depositaba en tinajas, las que estaba acomodadas en un mueble de madera llamado tinajero y en la parte de abajo, en el suelo se disponía un recipiente de barro para recoger el agua que destilaba del fondo de la tinaja, esa agua era la de los gatos. En casa de mis tías abuelas, ese recipiente era cubierto por un paño blanco y limpio, que era cambiado diariamente, con esto se protegía el líquido que destilaba la tinaja, pues era el que mis tías bebían.
Los niños y adolescentes jugaban a la libertad, la lleva, el cacho, la nonina, la correa escondida y en el caso de las niñas se divertían jugando la peregrina, saltando cabuya o cargando muñecas. Había temporadas en que se jugaba «zambe» que consistía en juegos pactados en grupo, y que duraban varios días, entre los que recuerde: Mano negra, pajita en boca, hablar y no contestar, tumbe y requisa.
Habitábamos en casas pequeñas de paredes de bahareque y techos de palma, dormíamos en catres de madera cuyo fondo era una piel de res extendida y clavada en el marco cubierta con un petate de palma de estera. La cocina quedaba en el patio de la casa donde en cuatro horquetas se armaba una troja que sostenía un aterrado donde se organizaban las hornillas de barro para cocinar. En los hogares más pobres se juntaban tres piedras de regular tamaño donde se encendían las astillas de leña y encima de ellas se colocaba la olla para cocinar los alimentos. La comida era sencilla, pero no por ello menos sabrosa, en mi pueblo se basaba en la viuda (no viudo) de pescado o carne salada y el sancocho de pescado que se tomaba con cucharas de totumo.
Nací y crecí en ese pueblo que describo, rodeado de gentes sencillas y honestas, inmerso en esas costumbres ancestrales, conviviendo con esas leyendas y espantos. Me resistía a pensar que mi pueblo había cambiado, hasta la semana pasada, cuando mi esposa me pidió el favor que fuera a la tienda del centro y comprara dos kilos de guayaba, Mi asombro fue enorme, pues pensaba que todavía los frutos que se consumían en las casas de mi pueblo los tomaban de los árboles que crecían en los patios solariegos. Hubo de explicarme que eso era historia patria, que las cosas habían cambiado, que los plátanos ya no se compraban por manos, sino por kilos, que la tela era por metros, la leche por litros, que las rozas se cubicaban por hectáreas, que ya no se jugaba con trompos, sino con Xbox, no se tomaban fotos montando caballitos y que utilizaban Smartphone con cámaras de alta resolución y video. Mi pueblo era un poema de bellas metáforas de vida que ha sido reemplazado por los artificios de la modernidad fugaz y sin romanticismo.
Publicado en: Panorama Cultural
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